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“No quiero dormir en la rampa”.

Silvia Coriat. Revista Capsf, Cad3 N°1, pp. 26-27, Colegio de Arquitectos de la Provincia de Santa Fe, Distrito 3 Venado Tuerto, 2021.



Este fue el título de la ponencia de Rumbos en el 2do Congreso de Barreras Arquitectónicas. La ponencia consistió en compartir los resultados de una encuesta telefónica realizada por el presidente de Rumbos a las Casas de Provincia, consultando en cada una de ella por algún hotel accesible en el cual alojarse al visitar la provincia. Él es usuario de silla de ruedas, y las respuestas fueron, sistemáticamente: “Ah, sí, tenemos aquí un hotel con rampa”. O si no: “Espere un minuto”, y se escuchaba a su vez: “¿Sabés si el Hotel XX tiene rampa?”, y luego la respuesta: “Sí, sí. Tenemos un hotel accesible aquí.” O si no: “Mmmn no… Lamentablemente los hoteles aquí no tienen rampa”. Esto fue hace mucho; en 1994. Pasaron 27 años y corrió mucha agua bajo el puente. Esos primeros congresos dieron un gran impulso al movimiento a favor del diseño inclusivo. De esto se trata. Diseño que dé cabida a quienes por alguna dificultad o impedimento para caminar, ver, escuchar, oír, incluso comprender. Que no queden fuera de circulación, ni física ni social. Que puedan tener una vida plena, cada cual dentro de sus posibilidades. Pero en un mundo que no les cierre las puertas.


Procuramos no hablar ya de “barreras”, sino de “impedimentos”. ¿Por qué? Porque hay barreras que son necesarias, tales como las barreras de protección –ante un vacío, las del ferrocarril, etc-. Barreras que protegen también a quienes no advierten o no reconocen peligros a los que se acercan con confianza, entre ellos los niños pequeños, o personas que, por tener dificultades en su percepción del entorno, requieren de contención.


Volviendo a aquel Congreso: la anécdota de los hoteles pone en evidencia que las rampas de la vereda o del ingreso a un edificio, son tan solo lo más visible, la punta del iceberg. Como arquitectos/as, ansiamos y procuramos que nuestra producción brinde el mejor andamiaje físico. El más cálido, y funcional. Que den ganas de habitarlo, usarlo, visitarlo. Pero ¿para qué noción de ser humano diseñamos? Hace años que intentamos tomar en cuenta a todos. No solo a quienes no tienen ninguna dificultad. Sabemos que hay normas llamadas “de accesibilidad”. Pero ¿cómo incorporarlas realmente en nuestros diseños? ¿Cómo ser inclusivos nosotros con esas normas? El problema reside en que es imposible tener una aproximación sensible a algo pertinente a lo humano, tan solo desde leyes, desde normas. Solo es posible desde las propias personas. Pensemos en nuestros padres ya mayores, o en algún amigo/a, vecino/a de nosotros mismos, que por su edad, o por accidente, o alguna enfermedad, o porque nació así, hay cosas básicas que le cuestan mucho. Pensemos en lugares que no podemos compartir con ellos porque no pueden acceder. Son ellos los que nos dan las pistas. Así como al comenzar a estudiar arquitectura analizábamos cómo nos movíamos, cómo nos acercábamos a la mesa, cuánto lugar ocupábamos, etc, podemos ahora rehacer nuestra percepción de los espacios preguntándoles a ellos, observando sus movimientos con curiosidad y a la vez con ojos de arquitectos/as. Si lo hacemos, descubriremos que la clave está en concebir a estas personas en movimiento y a lo largo del día. El desafío es lograr gestar espacialmente la “cadena de accesibilidad”, en la que cada eslabón es una instancia, una acción, un pasaje (salir de casa, cruzar la calle, subir a un vehículo, entrar a un comercio, a otra casa, ir al baño, etc). Sin perder nunca de vista al “protagonista” que por ejemplo se moviliza con silla de ruedas, o con scooter, ir visualizando ese andamiaje físico que le puede permitir llevar adelante su día. Nos van a surgir muchos interrogantes, muchas dudas. A preguntar entonces, a dialogar con ellos, sin temor ni vergüenza. ¿Cómo haces para abrir una puerta? ¿Cómo hacés para pasar de tu silla de ruedas a la cama? Y les va a encantar escuchar esas preguntas, que muchos no hacemos por timidez. Comienza entonces a aparecer el espacio vivo, con lo que brinda y con lo que le hace falta. Recién ahí cobra sentido verificar si las normas dan respuesta a las necesidades que vamos descubriendo. No antes. Recién ahí entramos en diálogo, ahora, con las normas de accesibilidad, siempre con el telón de fondo de quien usará esos espacios. Un/a niño/a, o joven estudiante, o turista, o trabajador/a, o habitante de esa casa. Siempre alguien concreto, de carne y hueso.


Y recién ahí cobraremos dimensión de los enormes desafíos a los que nos enfrentamos: ¿cómo debe ser el diseño inclusivo en plena época de pandemias que amenazan repetirse? Diseño saludable y accesible van de la mano: la mayor espacialidad requerida para lograr distancia física propicia, también la holgura espacial necesaria con una silla de ruedas.


Pero tenemos otro dilema, muy difícil de resolver en estas épocas, que ahonda en lo ético: La accesibilidad es sospechada de requerir mucho más espacio. Yo entiendo que nos debemos, siempre y ante todo, a los usuarios de los espacios que diseñamos. Sí. La accesibilidad requiere algo más de espacio. No mucho. Pero comprendiendo a fondo el cómo de cada movimiento con silla de ruedas, sobre todo cómo cambiar de dirección, girar 90° para ingresar en un edificio o en una habitación (nuestra vida se maneja mucho en una trama ortogonal), descubriremos cómo optimizar el diseño haciendo foco en brindar holgura espacial donde realmente es necesaria. Nos sorprenderá cuánto más confortables pueden llegar a ser nuestros diseños, cuánta calidad espacial pueden ganar, y la satisfacción de ampliar el universo humano para el cual diseñamos, y del cual formamos parte.


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